lunes, 17 de diciembre de 2007

LA SOÑADORA (Gustavo Martín Garzo)

Ah, el amor, el amor… Menudo cepo, menuda engañifa, menudo gran y soberano fraude. Y, sin embargo, allí estaba triunfante, lleno de luz, y en apariencia siempre nuevo, después de miles de años de promesas incumplidas y de anunciados desastres. Había producido más víctimas que las guerras, más daños que los tornados, más delirios que las fiebres palúdicas, más rencor que la usura, más horror que la misma muerte. Y aun así, por allí andaban todos y todas buscando sus dudosos favores, sus sabios venenos, sus mentiras fervientes. ¿Se podía evitar? No, no se podía. Una lucha dulce, un tierno arrebato, una herida que destilaba miel, el acceso a tesoros que no podían ser nuestros, un mundo lleno de huevos y de pequeñas larvas prometiendo antenas, aletas, secreciones, la mezcla de ojos y cartílagos innumerables. Y en esto no éramos distintos al resto de las criaturas del mundo, a las ranas y a las libélulas, los perros y los caballos, a los pequeños roedores y las silenciosas culebras, que todos buscaban eso y sólo eso, y cuando lo habían logrado volvían a quererlo otra vez, sin experimentar cansancio o hartazgo, que apenas se habían recuperado de uno de aquellos excesos ya estaban entregados de nuevo a ese intercambio de células y delicadas mucosidades, de temblores y de hondos suspiros.