Un logro, por pequeño que sea, cuesta mucho conseguirlo;
destruirlo una insignificancia.
Generaciones enteras o, mejor dicho, algunas personas
pertenecientes a esas generaciones (Franco pertenecía a la misma generación que
mis abuelos y… ustedes comprenderán la diferencia), convirtieron su esfuerzo en
algodones para que los que viniéramos detrás pudiéramos estar entre ellos.
Nunca es la vida fácil ni justa y, por tanto, los algodones suelen ser un poco
más duros de lo deseado por nuestros padres y abuelos. Pero, en todo caso, no
tanto como los pedruscos que a ellos les ha tocado partir.
Basta unos meses o unos días para que derechos adquiridos a
base de trabajo, constancia, e incluso, con riesgos para la integridad física, se vayan al reciclaje.
Porque no es a la basura donde van a parar sino a la planta
de reciclaje. De ahí sale un producto nuevo, menos activo y más maleable.
Es peor un derecho perdido que un derecho todavía no
conseguido. Cuando hay un derecho en el horizonte, se puede luchar por
adquirirlo. Pero cuando un derecho se pierde, se asimila como inevitable ante
lo que se cree un mal menor.
Otro efecto negativo de la pérdida de derechos es la merma
de la referencia.
Todo avance se basa en una referencia. Cuánto, por ejemplo,
mejores condiciones laborales se tienen, éstas, sirven como referencia a otras
personas para intentar mejorar las suyas.
Reforma laboral, reforma de las pensiones, futura reforma de
la negociación colectiva… todas estas reformas son eufemismos para no decir:
despido más barato, peores condiciones laborales, menos dinero a percibir en la
jubilación y menos salario.
Ante esta avalancha mediática sobre la inevitabilidad de
“reformar” lo establecido; el trabajador lúcido (del negado mejor no hablar) se
sume en la desesperación y el desánimo. Es consciente de que no tiene en sus
manos las mismas herramientas para frenar esa tendencia (los medios de
comunicación minoritarios son los únicos que llevan opinión dispar a la generalizada).
Y con los medios tradicionales (concentraciones, manifestaciones, etc.) no ven
un resultado claro. Bien sea por la poca asistencia de los propios trabajadores
(la clase media ve la lucha obrera como algo ajeno) o por la variada cantidad
de frentes a frenar.
Hay que definir claramente los objetivos. Los alicientes puede
que vengan con la posibilidad de conseguirlos. Para ello hay que presionar con
inteligencia, con perseverancia y, sobre todo con organización y ayuda de los
trabajadores.
Ya no vale estar como espectadores en un cine, viendo a los representantes
sindicales como salvadores de nuestros intereses; cargándoles con todo el peso
de la responsabilidad. Ellos que organicen las propuestas que entre todos
tomemos (tienen más experiencia organizativa) y a participar incansablemente y
sin buscar excusas.
El resultado, aun así, es incierto. Tal es el número de
problemas a la vez y el empuje hacia un mismo lado para que ganen siempre los
mismos, que no se ve el camino nada claro.
Pero si no se vence el desánimo y el acomodamiento, se asiste impasible al pisoteo de derechos
sociales y se renuncia a su defensa; entonces sí sabemos el resultado.