Observo el vino
en la copa antes de probarlo/ Dejo que res-
pire el aire que
le ha estado vedado durante años. Se ha ahogado
para ser él. Ha
ido madurando en su letargo, pero ha preservado
para mí el verano
y el recuerdo de las uvas / Dejo que tome su
color, mal
llamado rojo. Porque es una combinación de carmesí
impregnado de una
nube ligeramente negra. Un color que no tiene
más color que su
nombre: color vino, puestos a prescindir de fal-
sas descripciones
/ Le dejo que reverencie su olor, un olor su-
blime y altivo de
la casta de la mejor de las mujeres. Si deseas
olerlo, no te lo
acerques. Asegúrate primero de que tienes la mano
limpia y libre de
todo perfume, y luego alárgala hasta la copa,
como si fuera un
pecho. Al llevarte la copa a la nariz con el tiento
de una abeja, te
invade un olor profundo y secreto: el olor del
color, que te
sumerge en antiguos monasterios / Le dejo que reúna
lo que su sabor
sugiere para que nos dispongamos él y yo, ansio-
sos, a recibir la
inspiración por la boca. Ni me apresuro ni me
demoro, ambas
cosas rompen la cadencia del placer. Me acerco
la copa a los
labios con la timidez del que implora un primer beso
a una mujer que
no sabe si le ama. Doy un sorbo. Miro hacia arriba
y entorno los
ojos mientras el primer alcohol recorre mis venas.
Y mi gusto se
entrega al cortejo regio del vino. Que me eleva a
un estadio superior,
ni del cielo ni de la tierra. Que me convence
de que soy capaz
de ser poeta, al menos por una vez.
Mahmud Darwix (La huella de la mariposa)
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