Fui
a la escuela de mi pueblo en los años 70 del siglo XX. Recuerdo a los dos
maestros que impartían clases a los últimos cursos de la entonces EGB (Educación
General Básica).
A unos compañeros y a mí nos pasaron
a la clase de octavo antes de lo que nos correspondía por edad. Sería para
compensar la cantidad entre una clase y otra, en calidad ganó por la
incorporación de los alumnos nuevos. La generación del baby boom siempre hemos
generado algunos desajustes en España.
Fuimos de guatemala a guatepeor. Un
año o dos de diferencia, en aquellas edades, nos parecía un mundo. Si a eso
añadimos las excentricidades del docente, las horas en clase se tornaban
oscuras y terroríficas cual película de terror.
El maestro entraba al aula siempre con
puntualidad española, británica no pues su hora de entrada era, básicamente, la
que le daba la gana. Cuando le hacía daño la cabeza, los alumnos allí presentes
nos echábamos a temblar. “Hoy matemáticas” -decía, y colgaba el cinturón del pomo
de la ventana. La “señorita” llamaba al intimidatorio instrumento de tortura,
demostrando así que Lengua no era su asignatura preferida.
Yo nunca entendí la terapia de ese señor para
calmar su dolor de cabeza. No concebía como no podía disponer de alguna
aspirina habiendo sido alcalde del pueblo y sin ser pobre. En tiempos del dictador los pobres no
tenían medicamentos. Bueno, ahora también pasa lo mismo y si no vean el
sufrimiento producido por las llamadas enfermedades olvidadas. Bueno que me
desvío del tema, si hubiese atendido más en clase no me pasaría.
Como les decía, la asignatura de matemáticas
era una auténtica ruleta rusa, como no contestaras correctamente a la pregunta te
arreaba con la correa, naturalmente un correazo. Cuando respondías con acierto,
sentías una alegría intensa solo equiparable a cuando murió el dictador Franco;
disfrutamos de tres días sin ir a la escuela -nunca un luto tan alegre-. A unos
muchachos con trece años, tres días venían bien para ponerse al día con las
fichas atrasadas, se acababan los días, las fichas estaban sin hacer y el campo
de futbol un poco más pateado.
El futbol era, precisamente, otra
pasión del maestro. Pasión compartida con nosotros. Y cuando digo con nosotros,
digo en clase. Tenía una televisión en el aula y cuando le interesaba un
partido lo veíamos con él. Queríamos la victoria del Logroñés porque si no las
matemáticas también era su remedio para la decepción. Ahora caigo por qué no me
han gustado nunca las matemáticas.
Los recreos más interesantes eran
cuando, a los mencionados maestros, se les ocurría jugar un partido de futbol
entre sus dos clases. ¡Maaaaaa!, como diría Gila. Aquello era una lucha
fratricida entre dos egos, y solo uno de ellos debía salir victorioso. Algunos recreos
tenían la duración de un partido de copa con prórroga y penaltis. Si no nos
alineaba animábamos al equipo perdedor para así alargar el tiempo de recreo. Un
empate suponía un tiempo extra hasta lograr el desempate. Al poco de terminar
el recreo, nos íbamos a comer a casa.
El maestro del cinturón llamado
señorita, terminó su tiempo de docente en la ciudad. La casualidad hizo que
fuera director del centro donde estudiaba la que tiempo después fue mi mujer -y
sigue siendo, dejemos las cosas claras-. No tenía otro sitio no, donde encontrar
el hombre su jubilación. Digo esto porque allí no ejercía la docencia tan, digamos,
convincentemente como en el ámbito rural. Se dejó el cinturón en alguna ventana
de la escuela del pueblo y, según me ha dicho en repetidas ocasiones mi señora,
era un señor muy educado, correcto y amable.
Ese cambio de actitud me ha
perjudicado notablemente durante toda mi vida. ¿Acaso no podía haber cambiado
el cinturón por otro objeto ejemplarizante? El otro maestro tenía una regla de
madera, la cual empleaba para calentarnos las manos en invierno, pero solo si
no nos sabíamos las respuestas. En primavera también nos las calentaba, era una
regla con el termostato estropeado. Podría haberla bajado del pueblo a su nuevo
destino urbano. Pero competir en el futbol era suficiente para ellos, compartir
objetos, hubiese sido para cualquiera de los dos, ceder sus recursos docentes a
la competencia.
Al cambiar su forma de enseñar, y con esa
amabilidad y comprensión hacia el alumnado, me ha dejado a mí como un embustero
compulsivo. - ¿Cómo iba a emplear esos métodos? ¡Te lo estás inventando! Y,
sobre todo, ¡no me creo de ninguna manera el uso de las matemáticas para
aliviar el dolor de cabeza cuando de todos es sabido que si algo cura el dolor
de cabeza es dejar de oírte! -me ha dicho siempre mi cónyuge, así, de
carrerilla. O sea, misterios del matrimonio, tiene más credibilidad para mi
señora el recuerdo de su director que la verdad de su marido. No se lo tengo en
cuenta, a veces cuesta mucho creer a la realidad e intentamos suavizarla
autoengañándonos.
Ahora mi hija está estudiando para
maestra. ¿No tenía otra carrera para elegir la muchacha? Vamos, ni para hacerle
un favor a su padre y curarle el trauma. Y yo le digo: -Hija mía, si algún día
ejerces, que espero sea en la maltrecha educación pública, cuando entres en el
aula elige bien un objeto y cuélgalo en la ventana. Y si te pregunta tu
alumnado por ese detalle les dices que en tu clase no van a recibir aquello de
“la letra con sangre entra” porque, entre otras cosas, es falso, y tienes
alguien muy cercano para corroborarlo-.
En mi infancia algunos maestros eran
como dioses intocables. Ahora hay unos políticos y sus votantes que, en vez de proporcionar
medios y valorar la labor de la docencia, más parecen desear volver a darles
reglas y cinturones. Quieren una educación pública a la carta, pero con los
ingredientes que ellos quieren. Y no son muy recomendables para la salud
democrática.