miércoles, 15 de diciembre de 2021

Libertad y vacunas.

 

Ramón de Campoamor dijo que "la libertad no consiste en hacer lo que se quiere, sino en hacer lo que se debe".

Pongamos por ejemplo la pandemia, ¿cómo decidimos hacer lo que se debe? Podemos pensar que lo que debemos hacer es vacunarnos o no.

La manera más efectiva para decidir como actuar es a través de la información.

Hoy en día podemos informarnos hasta hartarnos. Si no nos basta o no queremos informarnos a través de los medios de comunicación generalistas, disponemos de internet para contrarrestar o ampliar nuestros conocimientos.

Entonces, convengamos que ya estamos informados, ¿qué nos tendría que hacer inclinar la balanza a un lado o a otro? La consecución del bien común. Los humanos dependemos los unos de los otros para la pervivencia.

Nuestra libertad no sirve de nada sino la empleamos para el bienestar general. Podemos ser libres e ir a 200 km por hora, pero esa libertad no nos hará progresar como sociedad si, al no cumplir las normas de tráfico, nos estrellamos contra otro coche. Si una persona ha visto el accidente, podrá ejercer su libertad de no prestar ayuda y continuar su trayecto como si nada hubiese pasado. Ambas estarán ejerciendo su libertad, pero no servirá para mejorar la convivencia. Propósito básico para una vida en sociedad.

Las personas no vacunadas deben pensar que las que sí están vacunadas también tienen dudas y pocas certezas. Que no se introducen un compuesto químico por placer o por “aborregamiento”. Algunas creen que tienen cierta protección y otras dudan de que así sea. Pero, en todo caso, piensan que no hay otra alternativa.

Las personas no vacunadas, no dudando de sus buenas intenciones, deberían proponer una alternativa médica a la situación actual. Y por favor, se abstengan de recomendar compuestos sin aprobar por los organismos oficiales o de negar que hay coronavirus. Porque entonces, las personas vacunadas no pueden sino seguir decidiendo como hasta ahora.

martes, 20 de abril de 2021

Pin parental

           Fui a la escuela de mi pueblo en los años 70 del siglo XX. Recuerdo a los dos maestros que impartían clases a los últimos cursos de la entonces EGB (Educación General Básica).

A unos compañeros y a mí nos pasaron a la clase de octavo antes de lo que nos correspondía por edad. Sería para compensar la cantidad entre una clase y otra, en calidad ganó por la incorporación de los alumnos nuevos. La generación del baby boom siempre hemos generado algunos desajustes en España.

Fuimos de guatemala a guatepeor. Un año o dos de diferencia, en aquellas edades, nos parecía un mundo. Si a eso añadimos las excentricidades del docente, las horas en clase se tornaban oscuras y terroríficas cual película de terror.

 El maestro entraba al aula siempre con puntualidad española, británica no pues su hora de entrada era, básicamente, la que le daba la gana. Cuando le hacía daño la cabeza, los alumnos allí presentes nos echábamos a temblar. “Hoy matemáticas” -decía, y colgaba el cinturón del pomo de la ventana. La “señorita” llamaba al intimidatorio instrumento de tortura, demostrando así que Lengua no era su asignatura preferida.

 Yo nunca entendí la terapia de ese señor para calmar su dolor de cabeza. No concebía como no podía disponer de alguna aspirina habiendo sido alcalde del pueblo y sin ser pobre. En tiempos del dictador los pobres no tenían medicamentos. Bueno, ahora también pasa lo mismo y si no vean el sufrimiento producido por las llamadas enfermedades olvidadas. Bueno que me desvío del tema, si hubiese atendido más en clase no me pasaría.

 Como les decía, la asignatura de matemáticas era una auténtica ruleta rusa, como no contestaras correctamente a la pregunta te arreaba con la correa, naturalmente un correazo. Cuando respondías con acierto, sentías una alegría intensa solo equiparable a cuando murió el dictador Franco; disfrutamos de tres días sin ir a la escuela -nunca un luto tan alegre-. A unos muchachos con trece años, tres días venían bien para ponerse al día con las fichas atrasadas, se acababan los días, las fichas estaban sin hacer y el campo de futbol un poco más pateado.

El futbol era, precisamente, otra pasión del maestro. Pasión compartida con nosotros. Y cuando digo con nosotros, digo en clase. Tenía una televisión en el aula y cuando le interesaba un partido lo veíamos con él. Queríamos la victoria del Logroñés porque si no las matemáticas también era su remedio para la decepción. Ahora caigo por qué no me han gustado nunca las matemáticas.

Los recreos más interesantes eran cuando, a los mencionados maestros, se les ocurría jugar un partido de futbol entre sus dos clases. ¡Maaaaaa!, como diría Gila. Aquello era una lucha fratricida entre dos egos, y solo uno de ellos debía salir victorioso. Algunos recreos tenían la duración de un partido de copa con prórroga y penaltis. Si no nos alineaba animábamos al equipo perdedor para así alargar el tiempo de recreo. Un empate suponía un tiempo extra hasta lograr el desempate. Al poco de terminar el recreo, nos íbamos a comer a casa.

El maestro del cinturón llamado señorita, terminó su tiempo de docente en la ciudad. La casualidad hizo que fuera director del centro donde estudiaba la que tiempo después fue mi mujer -y sigue siendo, dejemos las cosas claras-. No tenía otro sitio no, donde encontrar el hombre su jubilación. Digo esto porque allí no ejercía la docencia tan, digamos, convincentemente como en el ámbito rural. Se dejó el cinturón en alguna ventana de la escuela del pueblo y, según me ha dicho en repetidas ocasiones mi señora, era un señor muy educado, correcto y amable.

Ese cambio de actitud me ha perjudicado notablemente durante toda mi vida. ¿Acaso no podía haber cambiado el cinturón por otro objeto ejemplarizante? El otro maestro tenía una regla de madera, la cual empleaba para calentarnos las manos en invierno, pero solo si no nos sabíamos las respuestas. En primavera también nos las calentaba, era una regla con el termostato estropeado. Podría haberla bajado del pueblo a su nuevo destino urbano. Pero competir en el futbol era suficiente para ellos, compartir objetos, hubiese sido para cualquiera de los dos, ceder sus recursos docentes a la competencia.

 Al cambiar su forma de enseñar, y con esa amabilidad y comprensión hacia el alumnado, me ha dejado a mí como un embustero compulsivo. - ¿Cómo iba a emplear esos métodos? ¡Te lo estás inventando! Y, sobre todo, ¡no me creo de ninguna manera el uso de las matemáticas para aliviar el dolor de cabeza cuando de todos es sabido que si algo cura el dolor de cabeza es dejar de oírte! -me ha dicho siempre mi cónyuge, así, de carrerilla. O sea, misterios del matrimonio, tiene más credibilidad para mi señora el recuerdo de su director que la verdad de su marido. No se lo tengo en cuenta, a veces cuesta mucho creer a la realidad e intentamos suavizarla autoengañándonos.

Ahora mi hija está estudiando para maestra. ¿No tenía otra carrera para elegir la muchacha? Vamos, ni para hacerle un favor a su padre y curarle el trauma. Y yo le digo: -Hija mía, si algún día ejerces, que espero sea en la maltrecha educación pública, cuando entres en el aula elige bien un objeto y cuélgalo en la ventana. Y si te pregunta tu alumnado por ese detalle les dices que en tu clase no van a recibir aquello de “la letra con sangre entra” porque, entre otras cosas, es falso, y tienes alguien muy cercano para corroborarlo-.

En mi infancia algunos maestros eran como dioses intocables. Ahora hay unos políticos y sus votantes que, en vez de proporcionar medios y valorar la labor de la docencia, más parecen desear volver a darles reglas y cinturones. Quieren una educación pública a la carta, pero con los ingredientes que ellos quieren. Y no son muy recomendables para la salud democrática.

lunes, 15 de marzo de 2021

Socialismo o libertad

 
        

               No vendría mal consultar de vez en cuando algún diccionario. Ya sabemos lo rico, variado y vivo que es el idioma español, por ello es recomendable visitar el de Nebrija, el de María Moliner, si se quiere alguno más actual el de la Rae o, para los atrevidos en la era digital, alguno en internet.

            Digo esto porque estoy viendo cómo se manipulan el significado de algunas palabras, intencionadamente o…, intencionadamente. Y es que las palabras no tienen ideas, las ideas se expresan con palabras, que no es lo mismo. Y claro, decir por ejemplo la palabra libertad y asociarla a la ultraderecha y al fascismo quizá sea pervertir un poquico el lenguaje.

            Quitar la libertad para los manipuladores de las palabras es, por ejemplo, limitar los movimientos de la ciudadanía cuando hay una pandemia que ha causado decenas de miles de muertos y damnificados. Ya lo dijo no sé quién ni me importa: “La libertad es hacer lo que me salga de los…” Pues muy bien, viajemos con el coche a doscientos por hora, si me multan estarán coartando mi libertad. La libertad de ser idiota, claro.

            No sé a ustedes, pero a mí me encantan los juegos de palabras. Uno pegadizo y muy de moda es: Socialismo o libertad. Desarrollando un poco la frase sería algo así como: Yo, que no soy socialista soy la que os puede ofrecer libertad. Y claro, cuando lo dice una persona de derechas sería gracioso si no fuera tan peligroso. Si te dicen fascista estás en el lado bueno, ha llegado a decir. Y es que fascista es un insulto…, si no eres fascista, claro ¡Ay!, cuántos momentos de libertad nos ha dado la derecha. Siempre peleando porque pudiéramos disfrutar de ella: Divorcio, aborto, matrimonio homosexual, eutanasia, educación y sanidad públicas… Siempre al lado del que menos tiene y más necesita, admiradores de Robin Hood.

No dice: Fascismo no es libertad porque entonces dejaría de ser un juego de palabras y se convertiría en una frase con verdad. Y, de todos es sabido, que las frases compuestas por palabras con verdad son muy aburridas y se están pasando de moda. Como sigamos por este camino solo serán pronunciadas por valientes; y allí quedarán las palabras: relegadas, marginadas y ocultadas. O peor aún, moldeadas y manipuladas para servir al fascismo.