martes, 20 de abril de 2021

Pin parental

           Fui a la escuela de mi pueblo en los años 70 del siglo XX. Recuerdo a los dos maestros que impartían clases a los últimos cursos de la entonces EGB (Educación General Básica).

A unos compañeros y a mí nos pasaron a la clase de octavo antes de lo que nos correspondía por edad. Sería para compensar la cantidad entre una clase y otra, en calidad ganó por la incorporación de los alumnos nuevos. La generación del baby boom siempre hemos generado algunos desajustes en España.

Fuimos de guatemala a guatepeor. Un año o dos de diferencia, en aquellas edades, nos parecía un mundo. Si a eso añadimos las excentricidades del docente, las horas en clase se tornaban oscuras y terroríficas cual película de terror.

 El maestro entraba al aula siempre con puntualidad española, británica no pues su hora de entrada era, básicamente, la que le daba la gana. Cuando le hacía daño la cabeza, los alumnos allí presentes nos echábamos a temblar. “Hoy matemáticas” -decía, y colgaba el cinturón del pomo de la ventana. La “señorita” llamaba al intimidatorio instrumento de tortura, demostrando así que Lengua no era su asignatura preferida.

 Yo nunca entendí la terapia de ese señor para calmar su dolor de cabeza. No concebía como no podía disponer de alguna aspirina habiendo sido alcalde del pueblo y sin ser pobre. En tiempos del dictador los pobres no tenían medicamentos. Bueno, ahora también pasa lo mismo y si no vean el sufrimiento producido por las llamadas enfermedades olvidadas. Bueno que me desvío del tema, si hubiese atendido más en clase no me pasaría.

 Como les decía, la asignatura de matemáticas era una auténtica ruleta rusa, como no contestaras correctamente a la pregunta te arreaba con la correa, naturalmente un correazo. Cuando respondías con acierto, sentías una alegría intensa solo equiparable a cuando murió el dictador Franco; disfrutamos de tres días sin ir a la escuela -nunca un luto tan alegre-. A unos muchachos con trece años, tres días venían bien para ponerse al día con las fichas atrasadas, se acababan los días, las fichas estaban sin hacer y el campo de futbol un poco más pateado.

El futbol era, precisamente, otra pasión del maestro. Pasión compartida con nosotros. Y cuando digo con nosotros, digo en clase. Tenía una televisión en el aula y cuando le interesaba un partido lo veíamos con él. Queríamos la victoria del Logroñés porque si no las matemáticas también era su remedio para la decepción. Ahora caigo por qué no me han gustado nunca las matemáticas.

Los recreos más interesantes eran cuando, a los mencionados maestros, se les ocurría jugar un partido de futbol entre sus dos clases. ¡Maaaaaa!, como diría Gila. Aquello era una lucha fratricida entre dos egos, y solo uno de ellos debía salir victorioso. Algunos recreos tenían la duración de un partido de copa con prórroga y penaltis. Si no nos alineaba animábamos al equipo perdedor para así alargar el tiempo de recreo. Un empate suponía un tiempo extra hasta lograr el desempate. Al poco de terminar el recreo, nos íbamos a comer a casa.

El maestro del cinturón llamado señorita, terminó su tiempo de docente en la ciudad. La casualidad hizo que fuera director del centro donde estudiaba la que tiempo después fue mi mujer -y sigue siendo, dejemos las cosas claras-. No tenía otro sitio no, donde encontrar el hombre su jubilación. Digo esto porque allí no ejercía la docencia tan, digamos, convincentemente como en el ámbito rural. Se dejó el cinturón en alguna ventana de la escuela del pueblo y, según me ha dicho en repetidas ocasiones mi señora, era un señor muy educado, correcto y amable.

Ese cambio de actitud me ha perjudicado notablemente durante toda mi vida. ¿Acaso no podía haber cambiado el cinturón por otro objeto ejemplarizante? El otro maestro tenía una regla de madera, la cual empleaba para calentarnos las manos en invierno, pero solo si no nos sabíamos las respuestas. En primavera también nos las calentaba, era una regla con el termostato estropeado. Podría haberla bajado del pueblo a su nuevo destino urbano. Pero competir en el futbol era suficiente para ellos, compartir objetos, hubiese sido para cualquiera de los dos, ceder sus recursos docentes a la competencia.

 Al cambiar su forma de enseñar, y con esa amabilidad y comprensión hacia el alumnado, me ha dejado a mí como un embustero compulsivo. - ¿Cómo iba a emplear esos métodos? ¡Te lo estás inventando! Y, sobre todo, ¡no me creo de ninguna manera el uso de las matemáticas para aliviar el dolor de cabeza cuando de todos es sabido que si algo cura el dolor de cabeza es dejar de oírte! -me ha dicho siempre mi cónyuge, así, de carrerilla. O sea, misterios del matrimonio, tiene más credibilidad para mi señora el recuerdo de su director que la verdad de su marido. No se lo tengo en cuenta, a veces cuesta mucho creer a la realidad e intentamos suavizarla autoengañándonos.

Ahora mi hija está estudiando para maestra. ¿No tenía otra carrera para elegir la muchacha? Vamos, ni para hacerle un favor a su padre y curarle el trauma. Y yo le digo: -Hija mía, si algún día ejerces, que espero sea en la maltrecha educación pública, cuando entres en el aula elige bien un objeto y cuélgalo en la ventana. Y si te pregunta tu alumnado por ese detalle les dices que en tu clase no van a recibir aquello de “la letra con sangre entra” porque, entre otras cosas, es falso, y tienes alguien muy cercano para corroborarlo-.

En mi infancia algunos maestros eran como dioses intocables. Ahora hay unos políticos y sus votantes que, en vez de proporcionar medios y valorar la labor de la docencia, más parecen desear volver a darles reglas y cinturones. Quieren una educación pública a la carta, pero con los ingredientes que ellos quieren. Y no son muy recomendables para la salud democrática.