sábado, 15 de agosto de 2009

Cabreo.

“Estuve cabreada con el mundo varios días”. Me dijo “verde menta” (Blanca) cuando me dejó el libro “Gomorra” para que lo leyera. Chica con buenos sentimientos.
Además de leer la novela de Roberto Saviano, he visto seguidamente la película de Matteo Garrone basada en aquella.
Hasta donde me llega la memoria, siempre he estado cabreado con lo que me rodeaba. Cuando era adolescente sentía una opresión en el pecho cuando veía que se cometía algo injusto a mi alrededor. He de aclarar que por aquel entonces mi alrededor consistía en mí mismo.
Con el tiempo, debido entre otras cosas a las influencias y a lo que uno hace con ellas, uno va ampliando su campo de sufrimiento a horizontes un poco más alejados que el propio. Y ya cree que su ombligo no es el único ombligo existente. O, por lo menos, lo intenta. Aunque alguna vez hay recaídas y conviene sacar el centro de la tripita a pasear. Y comprobar así cómo hay personas que están peor que uno.
Podría poner muchos ejemplos de cabreo adquirido mediante el arte. Y otros adquiridos mediante la observación. Sin contar con el cabreo consigo mismo. El más mortífero de los enfados. He ahí la consecuencia de la inseguridad.
Películas como “En el mundo a cada rato”, “Los invisibles”, “Las tortugas también vuelan” de Bahman Ghobadin; documentales como “La pesadilla de Darwin de Hubert Sauper, “El tren de la memoria” de Marta Arribas y Ana Pérez… hacen del mundo audiovisual un vehículo perfecto cuyo destino es la exasperación y algo de comprensión.
Libros como el anteriormente citado o reportajes como el de El País Semanal de este domingo de la escritora Laura Restrepo y Médicos Sin Fronteras “Testigos del horror: Las reinas de Saba”… hacen del lenguaje escrito un medio más que idóneo para ver el sufrimiento ajeno.
Uno tiene la sensación que puede hacer más de lo que hace. De ahí que crea que el tren de la felicidad ha parado en una estación y no he querido subir en él. Imposible ser feliz en un mundo como este. Y, para colmo, uno mismo vive en él.
Lo malo del cabreo es que, para mitigar los efectos, con alguien tienes que desahogarte.
Y ahí está la dificultad. Cómo soltar lastre y lo recoja el que te rodea. Pues de ninguna manera. No se puede cargar a nadie con tu peso. Como mucho, sueltas alguna que otra opinión, alguna matización a ser posible enmascarada con la ironía, pero crees que has soltado peso en el vacío.
Quizá sea eso, acostumbrarse a la soledad.
A una soledad cabreada.

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