viernes, 9 de octubre de 2009

Cachete.


El otro día, mientras esperaba la salida de Irene de clase, en el patio un padre comentaba que tenía poca paciencia con su hijo y que, de vez en cuando, le arreaba algún cachete.

Otro le contestaba que no se podía permitir el poco caso de los niños para con sus padres. No se podía consentir que hicieran lo que quisieran, si ninguna cortapisa, y para ello lo mejor era “unos toquecitos terapéuticos”. Sin grandes golpes claro, él no hablaba de maltrato.

Por lo general, cuando ocurre esta conversación tan enriquecedora para los intereses de los niños, suelo intervenir poniendo de manifiesto mi total disconformidad ante el “eficiente método corrector”. Suelto el argumento, por ejemplo, de que algunos adultos también pueden ser merecedores de alguno sopapo y, sin embargo, nos reprimimos en dárselo porque no creemos sea lo que se deba hacer, e incluso pueden denunciarte por agresión ¿Por qué se tolera, e incluso alienta, el “bien pensado y razonado” cachete a los niños?

Llegados a ese punto, y eso que mi motor argumental está a ralentí, producido por la desgana que produce hablar contra una pared de ideas prefijadas, los padres “no maltratadores” se ofenden y muestran incomodidad –no les gusta que rebatan su seguridad- y piensan: “Ya tenemos aquí a otro blandengue consentidor de renacuajos”.

Pero el otro día, no. No estaba yo para expulsar saliva innecesaria. Quizá influenciado por las autoridades sanitarias internacionales y sus recomendaciones con respecto a la gripe A.

Mi mente no sé si se refugiaba en “La mecánica del Corazón” de Mathias Malgieu, el libro que estaba leyendo por aquellos días, o en aquella silueta femenina estratégicamente situada nada más entrar al patio a mano derecha.

Me ha ocurrido desde pequeñico, siendo consciente de lo mal educado que es no prestar atención al monologuista de turno, me abstraigo bajo el influjo de la luna aunque estemos a pleno sol. Eso sí, disimulo muy bien y les miro a los ojos mientras hablan, no quiero que se sientan heridos. Soy un blandengue consentidor de adultos.

2 comentarios:

Diana dijo...

Y añadiría un poco más...

Si esos padres viesen las consecuencias que sus actos tendrán cuando esos niños sean adultos, se echarian las manos a la cabeza!! Y no sólo por el mencionado sopapo, sino por otras cosas que pueden acompañarlo y que pueden pasar desapercibidas: ridiculizar, insultar, menospreciar, amenazar, intimidar, rechazar, encerrar a oscuras en una habitación, etc. Todo ello podemos decir que es maltrato psicológico al niño y que a la larga puede derivar en inseguridad, falta de autoestima, dependencia emocional y si me apuras conductas adictivas en general, entre otras cosas.

Lamentablemente en temas de educación todos creemos que somos expertos y si tuviesemos que andar discutiéndoselo... madre mia! no acabaríamos nunca! Aunque a veces vale la pena.

Un abrazo

Juan Carlos Ruesca Hernández dijo...

Entiendo que los padres, a veces, nos desborde la situación o estemos más perdidos que un gorila en la selva con GPS. No soy capaz de dar clases de educación a nadie. Pero resulta que en esa oscuridad algunos padres sí que ven un punto de luz. En forma de cachete o, como muy bien dices, en otro tipo de presión psicológica. Ahí sí lo tienen claro.

Un besico.